Me siento como uno de esos trapos viejos, muy finos, como una gasa a punto de deshilacharse. Ha limpiado multitud de almas y arrastrado la suciedad de todo tipo de superficies mugrientas frotando muchas veces con excesivo ímpetu. Ha tenido que enjuagarse y escurrirse cientos de veces y ya no es de un blanco brillante porque no soportaría un lavado con lejía. Somos trapos desgastados, no dejamos pelusas y el contacto con la piel es suave. En lugar de arrojarnos al cubo de la basura nos depositamos en el fondo del cajón reservados para dar brillo a nuestros objetos más preciados.