“Mientras vivas en esta casa harás lo que te digamos y cumplirás nuestras normas”, le dijo tras cumplir los dieciocho su padrastro, fuertemente implicado en el cuidado y protección férrea de su nueva familia.
Ella, siempre obediente, respetuosa y hasta incluso agradecida, decidió pausar su actividad académica torpe e incierta y comenzar en un trabajo precario con el cual afrontar los gastos de una habitación compartida y la cuota del smartphone.
Dos meses después, tras un revés en el trabajo y la muerte de su anciano Galaxy, se retomaron las negociaciones para reanudar la convivencia con su familia.
“Puedes quedarte en el trastero si me pagas un alquiler de 100 euros”, le ofertó Guillermo disuadido por la iluminación de su esposa.
Aceptó. De vez en cuando, a media noche, aparca el orgullo y baja hasta la nevera.
“Compraste tu libertad”, le dije. “La tengo en renting”, me contestó con un brillo adulto en sus ojos.